DEL CUARTEL A LECUMBERRI.
SEGUNDA EDICIÓN
D. R. © RAÚL FLORENCIO LUGO HERNÁNDEZ
N. de R. 03-2004-121014225300-01
DISEÑO DE PORTADA: JANNETH LUGO ROBLES
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AGUA PRIETA, SONORA.
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TELÉFONO (633) 338 25 58
:
DEDICATORIA:
Para
Rosa María Bustamante Romero
Blanca Edith,
Iveth,
Janneth
Y
Carlos Raúl.
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INDICE
Prólogo
1.- La despedida.
2.- Reacción positiva.
3.- La zona de más riesgo.
4.- Hacia nuevos horizontes.
5.- La gran urbe.
6.- El avance ideológico.
7.- Contacto con la ACNR.
8.- Nacimiento de mi primera hija.
9.- El comando armado de la ACNR.
10.- En el palacio negro de Lecumberri.
11.- La sentencia.
12.- Una nueva familia.
13.- Víctima de la delincuencia.
14.- Encuentro inesperado.
15.- Reflexiones.
PRÓLOGO
Florencio Lugo me distinguió con el honor y la oportunidad de escribir un texto para su libro, tal distinción me llena de orgullo pues desde hace muchos años conservo el recuerdo inolvidable de Florencio; otro nombre que se me ha olvidado, otro tiempo y otras circunstancias que determinaron nuestras vidas.
Hace ya 39 Octubres que el entonces joven Florencio llegó ha la escuela normal de Salaices, días antes nos habían comunicado unos maestros de Jiménez que llegaría una persona a solicitarnos apoyo y protección. Yo era entonces el secretario general de la Sociedad de Alumnos. Él, que había salido milagrosamente vivo del ataque del cuartel de Madera en aquel Septiembre del año 65, buscaba un lugar para descansar, protegerse y hacer contacto con Álvaro Ríos. Muy pocos estudiantes sabíamos la situación de Lugo, (creo recordar a Jesús Márquez Juárez a quien decimos aún “la Quemada”). Le dimos protección y alimentación, también proporcionamos algún dinero, no pudimos contactarlo con Álvaro pues en esos días al líder campesino no se le encontraba tan fácilmente.
Ahora que tanto tiempo ha pasado considero que Florencio se fue a ocultar al lugar menos conveniente pues desde Septiembre rondaba por las Escuelas Normales un funcionario del Ministerio Público Federal llamado Salvador del Toro quien aseguraba que los sobrevivientes del asalto al cuartel harían contacto con los internados, por alguna razón providencial Florencio Lugo paso desapercibido.
En la novela de Carlos Montemayor Aceves titulada “Las armas del Alba” Florencio Lugo tiene apartados muy importantes; por tratarse de una obra testimonial su contenido está apegado a la versión que de los hechos hicieron los propios participantes en el asalto al cuartel.
En el capitulo primero, fragmento 7 hace presencia Florencio en pleno combate: “Vio el desplazamiento de soldados. Distinguió a muchos en posición de ataque; los tiros pegaban en la pared de la Casa Redonda, en la tierra, a su alrededor. Cuando volvió a mirar hacia el cuartel, sintió un golpe en la cadera y luego una quemadura intensa en la pierna. Comenzó a avanzar por la calle, hacía el poniente protegiéndose de los proyectiles provenientes de la laguna y del cuartel, estaba sangrando. No sentía dolor, a caso un ligero adormecimiento en la pierna… se dio cuenta que una bala había golpeado primero el cargador que traía en la cintura y luego descendió, sin penetrar el músculo, pero hiriendo con esquirlas quemando.”
En otra parte relata la escapatoria por entre un maizal, en la fuga escuchaba tiroteos, quizás seria el final de la batalla. Cruzaba por las huertas y los arroyos. Con grandes esfuerzos llego al cerro de la antena, todavía escucho disparos a lo lejos, se alejó soportando el dolor por la herida. Andaba por terreno desconocido, le resultaba difícil cargar el arma pues había sangrado mucho sentía desvanecerse de fiebre y sueño, perdió sentido del tiempo, no sabía cuantos días habían transcurrido desde el combate. En esas condiciones llego a un rancho donde la familia campesina le ayudo proporcionándole alimentación y primeras curaciones, lo sacaron al lomo de una mula hasta un lugar donde pudo orientarse rumbo a Casas Grandes.
Uno de los lugares a donde llegó fue el poblado de Ignacio Zaragoza donde recibió atención médica del Dr. Raúl Peña Garibay y protección de los campesinos quienes lo llevaron a otro lugar donde recupero su salud. En la siguiente parte- aquella que no había sido escrita- Florencio llega a la normal de Salaices cuyos detalles hemos comentado.
La historia del escape la ha relatado Florencio en su primer libro, en ella se aprecia el apoyo que recibió de los campesinos, los doctores, y muchas otras personas. En esos momentos no sabía que los difíciles pasos de hombre herido lo conducían a otras experiencias y a la prisión de Leccumberi tema de esta obra.
Ha publicado dos libros; el primero “Asalto al cuartel de Madera” y “Del Cuartel a Lecumberri”. Abunda en los mismos temas, los grupos guerrilleros de la década de los setentas y la prisión que sufrieron muchos de sus integrantes. Es evidente un factor muy importante; la consecuencia de Florencio quien adoptó la vía armada como táctica de lucha desde 1965 que pasó la prueba de fuego en el cuartel de ciudad Madera.
Pronto buscó otros grupos armados para desarrollar la forma de lucha en la que creía. Tres del grupo de Arturo Gámiz harían lo mismo Guadalupe Escobell, Ramón Mendoza y Florencio; el primero murió en combate en 1968 en las sierras de Tezopaco; Límites de Chihuahua y Sonora en el grupo de Oscar González Eguiarte, los otros dos viven para contarla.
La obra que nos ofrece Florencio forma parte de una literatura Social que tiene como uno de sus grandes propósitos, exponer las formas y condiciones en que se dieron los hechos violentos en la década de 1970, es un relato sencillo producido desde adentro de los grupos es la visión de un soldado de la causa que busca un espacio adecuado para aplicar su táctica y lograr los propósitos revolucionarios. Se incorpora a las obras testimoniales con las que se demuestra que ellos- los militantes en armas- no eran unos bandoleros, ladrones y corruptos como los trataba cierta prensa y el gobierno.
Este libro tiene la facultad de llamarnos a reflexionar sobre las causas y los móviles que llevaron a cientos de jóvenes a exponer y perder su vida o su libertad, lo mínimo que podemos preguntarnos es: ¿Por qué se decidió tanta juventud, hombres y mujeres a tomar las armas? Durante cerca de quince años se produjeron acciones violentas y el gobierno desplegó una feroz guerra sucia contra todo aquel que pareciera o fuera guerrillero.
Es una etapa que el estado mexicano ha querido sumergir en el olvido más profundo pues al formar parte de la historia sería un elemento crítico, un factor de reflexión sobre las relaciones de pueblo y gobierno. El silencio sobre algunos acontecimientos y grandes jirones de la historia es una actitud típica del gobierno nacional; forma con la que asegura su hegemonía y dominio, elude la crítica y el juicio de la historia.
Por ello son importantes los testimonios que refieren los grandes conflictos que se han producido entre el pueblo o sus sectores y clases con el estado representado por el gobierno. Al conocer esos testimonios aparece frente al lector una realidad distinta a la oficial, una versión diferente de los acontecimientos que han conmocionado al país.
Los libros como el presente tienen por destino ser testigos vivos y actuantes ante el juicio del futuro. Serán valiosos documentos testimoniales cuando al fin se revelen las profundas causas que motivaron la respuesta violenta en varias partes de nuestra nación.
Afortunadamente Florencio Lugo vive para relatarnos su verdad, radica en Agua Prieta Sonora donde ha desempeñado varias actividades. Nunca ha olvidado a sus compañeros del grupo armado en la sierra de Chihuahua ni el amanecer del 23 de septiembre cuando expuso su vida y, al salvarse, inició su marcha del cuartel a Leccumberi.
José Luis Aguayo Álvarez
DEL CUARTEL A LECUMBERRI
LA DESPEDIDA.
Días después de los acontecimientos registrados la madrugada del 23 de septiembre de 1965, unos campesinos me informaron que Salvador Gaytán se encontraba en la zona y que me estaba buscando. Los campesinos llevaron a Salvador hasta el lugar donde yo me encontraba. La entrevista fue breve. Salvador me invitaba a regresar a la zona de operaciones del GRUPO POPULAR GUERRILLERO, lo cual no era posible, dadas las condiciones físicas en que yo me encontraba. Luego de la despedida, me quedé meditando respecto al hecho de que Salvador haya podido seguir el rumbo que yo llevaba. El ejército, con todo su poderío militar, no había logrado encontrarme; sin embargo, Salvador si me alcanzó. No cabía la menor duda de que las expectativas de Arturo Gámiz, al decidir llevar a cabo aquella acción revolucionaria, se estaban cumpliendo a cabalidad, pues la población civil apoyaba decididamente a quienes logramos salir con vida de aquella acción fallida, que costara la vida a ocho de nuestros mejores compañeros.
REACCIÓN POSITIVA.
Bueno, voy a retroceder un poco para relatar algo que anteriormente había omitido, para no comprometer a quienes, en un momento dado, me ayudaron para seguir mi camino. Lo que sucedió fue que al llegar a un poblado llamado Ignacio Zaragoza, habiendo tomado las medidas de protección pertinentes, me dirigí al domicilio de mi tío Faustino Torres; cuando llegue a la casa, la esposa de mi tío, llamada Jesusita, se puso muy nerviosa, no tanto por mi presencia sino por miedo a la reacción de su marido, ya que el hombre era muy enérgico y hasta violento cuando algo no era de su agrado y en muchas ocasiones actuaba de manera prepotente, sin importarle a quien hiciera daño. Mi tía me suplicaba que me retirara del lugar, a lo que conteste que no, que me quedaría pasara lo que pasara.
Cuando mi tío llegó, gran sorpresa nos llevamos porque su reacción fue muy distinta a la que esperábamos; es decir, ordenó que se me atendiera de inmediato, que se me proporcionara ropa limpia y todo lo necesario para el aseo personal. Ya era de noche cuando mi tío me llevó a casa del Doctor Peña. El médico, auxiliado por una joven, me practico una curación en la herida de bala y, en una breve conversación, me informó sobre los resultados y repercusiones del asalto al cuartel. Dos días después, previas recomendaciones de mi tío y del Doctor Peña, emprendí la retirada rumbo a una comunidad llamada Los Pinos, (zona cercana al lugar donde me alcanzo Salvador Gaytán) donde encontré gente que, como mencione anteriormente, habían participado en invasiones de tierras, por lo tanto eran simpatizantes del movimiento armado y por lo mismo me dieron protección dinero y alimentos para seguir mi camino hacia Nuevo Casas Grandes. En dicha población, debería localizar al Doctor Muñoz, quien me había sido recomendado por el Doctor Peña, para una mejor atención médica a la herida ocasionada por el balazo que recibí momentos antes de emprender la retirada del cuartel militar de Ciudad Madera.
LA ZONA DE MÁS RIESGO.
En Nuevo Casas Grandes localicé a la profesora Magdalena Ortiz y en su vehículo nos trasladamos a la clínica del Doctor Julio Muñoz, quien me recibió con entusiasmo y de inmediato procedió a curar la herida, motivo de aquel encuentro. No recuerdo cuanto tiempo permanecí en aquella clínica, lo que recuerdo es que el doctor me atendió de la mejor manera, a la vez que me informaba respecto a las acciones represivas que el ejercito y grupos policíacos llevaban a cabo en contra de la población civil, principalmente en la sierra, tratando de encontrar a los sobrevivientes, pero sobre todo para frenar el avance ideológico-político que se había logrado a través del movimiento revolucionario.
Una enfermera de la clínica me preguntó que, por que no me había dado de alta el médico, si ya me veía muy bien de salud; le contesté que sí, que ya me iba a dar de alta; no hubo más comentarios, pero el incidente fue motivo para que el médico y yo reflexionáramos sobre mi estancia en la clínica; consideramos que lo mejor sería que permaneciera en casa de una de mis hermanas, en el entendido de que regresaría a revisión y curaciones. En Nuevo Casas Grandes vivía casi toda mi familia. Me fui a casa de mi hermana Socorro Lugo y de su esposo Alfredo Durán, para quienes fue motivo de gran sorpresa y de enorme alegría, al mirarme nuevamente pero sobretodo vivo, aunque físicamente no me encontrara del todo bien.
En casa de mi hermana tuve la oportunidad de ver por última vez a Doña Lorenza Carrasco, mujer de avanzada edad, de quien tengo muy gratos recuerdos y a quien le debo mucho de lo que soy, pues con ella viví gran parte de mi infancia. Era la madre de mi madre.
En aquella población permanecí más tiempo del previsto en el reglamento del Grupo Popular Guerrillero; esto se debió a que nos parecía de mucho riesgo que yo intentara salir de la región, por la gran movilización de fuerzas represivas gubernamentales, en un impresionante despliegue que cubría gran parte del territorio chihuahuense.
El Doctor Muñoz se puso en contacto con simpatizantes del movimiento revolucionario (o tal vez con militantes de la red urbana) y me informo que una persona se encargaría de sacarme, por lo menos, de la zona de más riesgo. Los días pasaban; el contacto no se llevó a cabo porque la persona no se reportó.
El Doctor Muñoz, demostrando una vez más ser hombre de gran valía, decidió ser él quien me trasladaría de Nuevo Casas Grandes a otra población llamada El Valle de San Buenaventura. Ya estando en aquel lugar hicimos contacto con otro médico, el Dr. Ramiro Burciaga, de quien puedo decir con toda seguridad, que lo miraba muy dispuesto a participar, demostrando así su simpatía o tal vez su compromiso con la causa.
En aquél momento vino a mi memoria el recuerdo de toda aquella gente que, a riesgo de perder su libertad y posiblemente hasta la vida, me habían brindado solidaridad y apoyo en el trayecto de Ciudad Madera hasta el lugar en que me encontraba y que estaba a punto de abandonar para seguir avanzando en un intento por salir de la región hacia donde pudiera estar a salvo de las acciones represivas del gobierno. Me despedí de aquellos hombres (los médicos) que no solo me habían dado protección sino que con su actitud me hicieron comprender que el compromiso con la lucha iba más allá de lo que yo había imaginado.
HACIA NUEVOS HORIZONTES.
Temeroso por lo que pudiera suceder, me dirigí a la oficina de servicio público de transporte y adquirí el boleto para trasladarme a Chihuahua, la capital del estado. No hubo ningún contratiempo y horas después viajaba dejando atrás todo aquello que para mí significaba un gran peligro, pero también a mucha gente valiosa, de muy buenos sentimientos y sobre todo a mi familia que, tal vez, pudiera no volver a ver.
Se me había recomendado que tratara de localizar a aquel joven militante de la UGOCM (Unión General de Obreros y Campesinos de México) de nombre Álvaro Ríos, que fue detenido por miembros del ejercito, en la última invasión de tierras que se llevo a cabo en el latifundio del terrateniente Gabilondo, en el municipio de Janos.
Después de haber pasado sin problemas, la central camionera de la Ciudad de Chihuahua, seguí viajando hasta llegar a Saláices; allí, en la escuela Normal Rural, me entrevisté con un grupo de estudiantes a quienes no les pude ocultar mi procedencia, lo cual fue motivo de entusiasmo y por lo mismo se mostraron dispuestos a proporcionarme la ayuda que yo pudiera necesitar. Entre ellos se encontraba el joven José Luis Aguayo Álvarez, presidente de la Sociedad de Alumnos, líder estudiantil muy valioso para el movimiento revolucionario, por su decidida participación en las filas de la red urbana. No me dieron información para localizar Álvaro Ríos pero creo haber estado cerca de él, por el tipo de orientación y la ayuda que me proporcionaron para continuar mi viaje hacia el Distrito Federal.
LA GRAN URBE.
Llegue a la Ciudad de México y de inmediato traté de localizar al Ingeniero Álvarez a quien encontré muy pronto gracias a los datos que me habían proporcionado los estudiantes
en Salaices.
Mi arribo a la gran ciudad dio paso a una nueva etapa de mi vida, misma que yo considero tan importante como la anterior, en la cual logré avances considerables en mi madurez como persona y como militante del movimiento revolucionario
El Ingeniero Álvarez, a quien recuerdo con aprecio y agradecimiento, hizo posible que mi estancia en la gran urbe fuera segura y estable; lo cual, para mí, fue sumamente importante. Su actitud, de amistad y compañerismo, generó en mí serenidad, confianza y voluntad para trabajar tanto en el aspecto económico, como también en el campo ideológico-político. Trabajando con él, conocí varios estados de la república, como fueron: Morelos, Tlaxcala, Puebla y Michoacán; lo anterior, obviamente, se debió a la ocupación del Ingeniero y también a algunos viajes que hicimos en plan de descanso y entretenimiento.
Con el paso del tiempo fui conociendo gente muy importante en el contexto revolucionario; personas buenas, honestas, entre quienes recuerdo al Doctor Villegas, quien fue para mí, gran compañero y muy buen amigo. Lo admiré, siempre, por ser una persona que merece reconocimiento por su participación decidida e incondicional en movimientos estudiantiles y luchas obreras, principalmente en el Distrito Federal y en Ciudad Juárez, Chihuahua.
El Ingeniero Álvarez y el Doctor Villegas hicieron posible el avance de mi preparación personal, siendo prioritario, en todo momento, el fortalecimiento de mi convicción ideológica. Para lograr dicho avance yo puse todo mi esfuerzo, mi voluntad, mi empeño y creo que valió la pena hacerlo.
También conocí al Doctor Trejo, (odontólogo) de quien guardo un gran recuerdo y sin temor a equivocarme puedo mencionar sus cualidades y aplicar los mismos calificativos que a los compañeros antes mencionados.
El Doctor Trejo, como parte de su compromiso con el movimiento revolucionario, organizaba grupos de jóvenes de la clase baja, a través de talleres de artesanías, costura, pintura artística, teatro, etc. No se que lo motivó, el caso fue que me invitó a participar en el taller de teatro; Durante un tiempo, estuvimos ensayando una obra que versaba sobre la traición a Emiliano Zapata. Muy lejos estábamos de ser actores; sin embargo, fuimos al estado de Morelos, precisamente a la Hacienda de Chinaméca en donde el General Zapata fue acribillado a consecuencia de la traición de que fue víctima y allí escenificamos la obra, con un éxito más o menos aceptable, de acuerdo a la población del lugar mencionado.
EL AVANCE IDEOLÓGICO.
El avance en el aprendizaje y los conocimientos que iba adquiriendo debido a la lectura y el contacto constante con gente muy preparada en el terreno ideológico, era para mí como penetrar en un mundo nuevo; un mundo que tal vez había soñado o imaginado y que llegaba a mi existencia como una posibilidad enorme de cambio positivo en mi coeficiente personal.
Buscar la verdad respecto al origen de la vida; llegar a conocer el origen de las religiones, de la familia, de la propiedad privada, del capitalismo, etc., genera sabiduría universal, misma, que presenta un horizonte amplísimo para que la humanidad busque los caminos hacia una vida digna, de bienestar, de armonía, de convivencia social, de hermandad, tranquilidad y paz mundial.
CONTACTO CON LA ASOCIACIÓN
CÍVICA NACIONAL REVOLUCIONARIA.
En ningún momento perdí el contacto con gente valiosa, con la cual coincidía respecto a la necesidad de participar en la lucha de clases que se venía generando en el país y que se incrementó a consecuencia de los acontecimientos del 23 de septiembre en Ciudad Madera. Así, llegué a conocer a integrantes de la familia de Genaro Vázquez Rojas, con quienes la convivencia fue breve, pues eran personas muy vigiladas por agentes del gobierno, obvia y sencillamente por el parentesco con Genaro.
La selva de concreto, la ciudad más peligrosa de México fue, a final de cuentas, mi refugio, en donde ya no pudieron alcanzarme las acciones represivas del gobierno de Chihuahua; sin embargo, para subsistir, tuve que sortear toda clase de peligros, propios de la gran urbe, y trabajar principalmente en la construcción, tanto con el Ingeniero Álvarez como con otras compañías constructoras, como fue en la construcción de la primera línea del metro capitalino, donde trabajé como encargado del almacén de herramientas.
El contacto con la familia Vásquez Rojas, me acercó a la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, organización que encabezaba Genaro Vásquez, con presencia y mucho arraigo principalmente en el estado de Guerrero.
Militantes de la red urbana de la A. C. N. R., como parte de su estrategia de lucha, llevaban a cabo movilizaciones campesinas, recorriendo algunas poblaciones del estado donde tenían presencia, donde ya había avance en el terreno ideológico-político. Se invitaba a los habitantes de los poblados a participar en mítines, donde se denunciaban arbitrariedades del gobierno ejercidas en contra de la población civil, con la intención de frenar el avance del movimiento revolucionario.
Mi participación en aquellas actividades revolucionarias fue breve; en una ocasión se hizo un recorrido por varias poblaciones (como se describe en párrafos anteriores) el cual terminó en Chilpancingo (capital del estado de Guerrero) en un acto multitudinario, frente al palacio de gobierno. Al terminar el acto programado, los contingentes regresaron a sus lugares de origen.
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Viajaba en autobús hacia la Ciudad de Iguala. Al mirar el paisaje, recordé tiempos no muy lejanos, acontecimientos importantes de la lucha armada en la sierra de Chihuahua, momentos cruciales y a la vez anecdóticos, como aquel en que el Profesor Gámiz iba a fusilar a Rito Caldera. No lo mates –le dije al profesor- déjalo vivo. Gámiz me contestó que había que ejecutarlo porque era parte del plan acordado de antemano y que no debíamos dejar a medias las acciones emprendidas. Rito Caldera, al escuchar el intercambio de opiniones entre el profesor y yo, suplicante me decía: “Tu, moreno, diles que no me maten, tengo mujer, tengo hijos, por favor, diles que no me maten”. Hínquese –le dije- y el hombre se arrodilló implorando perdón.
Recordaba también aquella ocasión en que el grupo había acampado en un lugar más o menos seguro, en donde el enemigo no podía llegar fácilmente. El alimento se nos estaba acabando y era necesario hacer contacto con simpatizantes que pudieran proveernos de lo más indispensable para subsistir. Hasta allí llegaron dos compañeros; iban cansados y con hambre. Uno de ellos era “Arnulfo” (Margarito Gonzáles) del otro compañero no recuerdo el nombre. Luego del saludo y un breve intercambio de palabras, los compañeros preguntaron si había algo de comer. Alguien les contesto que ya no había carne seca, pero que allí estaban unos huesos de res con los cuales se podía hacer un buen caldo. Se pusieron a cocinar. Tiempo después comían con ganas aquel “platillo” que para ellos era un manjar. De pronto, un compañero se dirige al otro, con un gesto de duda reflejado en el rostro. “Oye –preguntó- ¿le pusiste arroz al caldo?” “No. –contestó el otro- No hay arroz” “Entonces... ¿qué es esto?” dijo el primero mostrando algo en la cuchara. “Son gusanos –contesto el otro- pero, ni modo, el hambre es canija”. Y sacaron con cuidado los pocos gusanos que encontraron, para seguir comiendo hasta quedar satisfechos.
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Llegué a Iguala y al bajar del autobús me dirigí al domicilio de un compañero de nombre Elpidio, quien era militante de la A. C. N. R. Allí debería esperar a otro compañero con quien seguiría el camino hacia la zona serrana donde operaba el grupo armado comandado por Genaro Vásquez Rojas. Amable, sencilla, admirable, así recuerdo a la familia de Elpidio, personas que llevo en mi memoria, siempre, agradecido por la hospitalidad que me brindaron. El solar de la casa era grande; en la parte de atrás del terreno se ubicaba otra construcción, típica de la región. Varios pilares de adobe y dos paredes en forma de “T” sostenían el techo que sobresalía de la barda construida para marcar los límites de la propiedad. Una cama vieja, una hamaca, unas sillas y una banca de madera eran los muebles que había en aquel lugar.
Pasaron algunos días y el contacto no llegaba. Era una tarde calurosa, de cielo azul pálido y de viento leve teñido por el color del polvo que se elevaba de la tierra seca, por la escasez de lluvia. Elpidio, recostado en la hamaca, charlaba animadamente con otro compañero; su hijo, de 11 años, sentado en la vieja cama, escuchaba con atención aquella plática que tenia que ver con cuestiones climáticas regionales. Yo estaba sentado es la banca de madera, atento a la plática, pero, con cierta preocupación por la tardanza de la persona que estábamos esperando. Empezaba a oscurecer y el calor no aminoraba. De pronto, varias detonaciones nos hicieron reaccionar con sorpresa y desconcierto. La casa estaba rodeada por grupos policíacos y en segundos la balacera se intensificó de tal manera que parecía un encuentro entre dos grupos en igualdad de circunstancias. Me acuclillé junto a uno de los pilares tratando de protegerme; en mi mano derecha una escuadra 9mm lista para contestar aquella agresión arbitraria y ventajosa. Un quejido me hizo mirar hacia la cama. Casi al mismo tiempo, el golpe seco, fuerte, quemante, de una bala que pegó en el muslo, junto a la rodilla de mi pierna derecha, me hizo tambalear. Elpidio trataba de protegerse junto a otro pilar; empuñaba una escopeta; absorto, miraba hacia la barda donde, alternativamente, se asomaban los agresores para disparar hacia nosotros. Elpidio hizo un disparo sin consecuencias. ¡Mejor nos rendimos compañero -le dije- no tiene caso resistir! No me hizo caso. ¡Ríndete compañero, estamos en desventaja! ¡Mira, ya le dieron a tu hijo! El niño yacía sobre la cama; se advertían varios impactos en su cuerpo ensangrentado. La escopeta cayo al suelo; la expresión de Elpidio cambió radicalmente; caminó sin detenerse y con las manos en alto hacia el frente de la casa. Las mujeres lloraban. El otro compañero y yo salimos también con las manos en alto. Los jefes policíacos nos esposaron con las manos a la espalda. La esposa de Elpidio llorando les gritaba: “¡A él porqué se lo llevan; él no tiene ninguna culpa!” Nos subieron a las unidades policíacas y nos trasladaron a la cárcel municipal.
En la celda oscura, sucia, maloliente, solo había un petate de palma, raído, sobre el cual trataríamos de dormir las noches subsiguientes. Minutos después de haber entrado a la celda, fueron por mí para llevarme a un lugar donde un médico extrajo la bala que había quedado alojada en el muslo. Cuando regresé me di cuenta de que aun llevaba en la cintura la funda de la pistola. La escondí debajo del petate. Al día siguiente, el compañero Elpidio fue llevado a su domicilio para que asistiera al sepelio de su hijo. El otro compañero y yo hablábamos poco, lo meramente indispensable; como si hubiera temor de que alguien nos escuchara. Cuando el compañero Elpidio regresó se veía triste, apesadumbrado, demacrado y... ¡La situación no era para menos! Debe ser difícil –pensaba yo- asimilar la perdida de un ser querido, sobre todo en las circunstancias en que se suscitó tan lamentable acontecimiento. Poco después, ya cuando estaba más tranquilo, más sereno, nos comentó que cuando salimos de su casa, se había llevado a cabo un cateo, que los grupos policíacos habían registrado hasta el último rincón, pero que no encontraron las armas que allí habíamos dejado. Valiente, decidida y a pesar del dolor por la muerte de su hijo, la esposa de Elpidio había logrado sacar la pistola y la escopeta, aun cuando la casa seguía rodeada por agentes policíacos.
Incertidumbre, desconcierto, desesperación, ganas de algo, de libertad tal vez, todo, por ignorar cual sería el desenlace de aquellos acontecimientos. Pensaba que el fin había llegado. Necesitaba distraerme, pensar en algo diferente.
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Llegamos a una de las partes más altas de la sierra. Al pie de un encino grande me quité la mochila, colgué el arma en una rama seca, quebrada, y me tiré sobre la hojarasca dispuesto a descansar. Los otros compañeros hicieron lo propio.”Mira Hugo –me dijo Salomón, señalando con la mano el otro lado de la cordillera- hacia allá queda Sonora. ¡Ah! –contesté- Y seguí callado, pensativo, mirando hacia todos lados, contemplando la inmensidad de la sierra. Toño Scobell buscaba un lugar donde encender una fogata. Juan Antonio se quitó los zapatos y respiró profundamente, como queriendo demostrar o demostrarse a sí mismo que aquella acción le proporcionaba un gran alivio. Arturo acercó una piedra de regular tamaño, puso encima una cobija para usarlas como asiento. De un costal de manta sacó unos panes de los que hacen las mujeres campesinas y los repartió, apartando la ración de Toño Scobell.
“Esperen –dijo Toño- voy a hacer un te de hojas de encino; a ver si alcanza el azúcar, porque ya queda muy poca”. Arturo bajó la vista para ver un documento que tenía sobre las rodillas y se quedó así pensativo, como queriendo concentrar su pensamiento en algo. Luego levantó la vista, miró a cada uno de nosotros y empezó a decir: “Estamos luchando para transformar la sociedad en que vivimos, porque se basa en la injusticia, la desigualdad y la opresión. Desde luego que en la infancia no se reflexiona sobre estas cuestiones; no se razona si el mundo está bien o está mal organizado. Pero desde la infancia empezamos a advertir formas de vida distintas a la nuestra. Los niños pobres de nuestro país, en sus barrios observan que hay otros barrios o colonias donde los niños comen bien, visten bien y siempre traen dinero para gastar. Los niños pobres no pueden comprender que si sus padres son igual físicamente a los padres de los niños ricos y trabajan duro a cambio de un salario, por qué no pueden obtener las mismas cosas y gozar de los mismos privilegios. Y en la escuela seguirán enfrentándose a la desigualdad; en cada salón habrá siempre niños ricos, que van muy limpios, bien vestidos, estrenando algo cada día, con los útiles que piden los maestros, que reciben un trato especial y una serie de consideraciones de sus profesores. También advierten que hay otros niños que casi ni conocen porque juegan en el interior de sus casas, en sus prados, y que solo ven, lo mismo que a sus juguetes, a través de la verja; muchos de esos niños van a colegios particulares, sus padres o los sirvientes los llevan y los traen en carro o un autobús los recoge y entrega en sus casas.
Para quienes nacen en el medio rural el porvenir no es mejor. No hace falta esperar a que crezca el campesino para ver sus capacidades, su inteligencia, su amor por el trabajo, para vaticinarle un porvenir oscuro; esto se sabe porque está comprobado que el porvenir del mexicano no depende de sus virtudes, sino del capital que tenga.
Es tan absurda ésta realidad que nos ha tocado vivir, que la mayoría de los niños desde que nacen están condenados, sin deberla ni temerla, a toda clase de privaciones, a la miseria, a sufrir hambres, fríos y atropellos; otros niños desde que nacen, aunque no tengan mérito alguno, vivirán en la opulencia, rodeados de todas las comodidades y protegidos por el poder de la familia.
Ésta es la desastrosa y absurda realidad en que nos ha tocado vivir. No estamos descubriendo América cuando señalamos que predominan la injusticia y la desigualdad. Sabemos del esfuerzo que muchos compatriotas han hecho y hacen por remediar los males de la Patria; sabemos del sacrificio de generaciones pasadas que han ofrendado sus vidas en un afán noble por legarnos una patria mejor. Juárez, Zapata y Villa son representantes de una generación que luchó por transformar la sociedad de miseria y explotación que ellos conocieron, en una sociedad de bienestar y tranquilidad para todos. Su obra no se ha realizado. Continuarla, transformar a nuestra patria para no entregarla como la hemos recibido, es misión de nuestra generación”.
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Los gritos de un preso que pedía le abrieran la reja de su celda, me hizo regresar al presente. Aquel presente incierto que estábamos viviendo Elpidio, el otro compañero y yo.
Habían pasado algunos días desde que fuimos detenidos y no teníamos indicios del curso que tomarían los acontecimientos. Una mañana llegaron dos carceleros hasta la reja de nuestra celda, abrieron y nos indicaron a Elpidio y a mí que los acompañáramos a la alcaidía del penal. Allí se nos informó que estábamos libres, que podíamos retirarnos. Elpidio preguntó: “¿Por qué nomás nosotros?” El alcalde respondió que el otro compañero estaba siendo investigado por nexos con el grupo armado de Genaro Vásquez Rojas.
Mis primeros pasos después de la puerta del penal me hicieron sentir que regresaba de un submundo donde la existencia es igual a poco menos que nada. Sentí que estaba viviendo un momento irreal. Un sueño casi. La realidad me sorprendió al darme cuenta de que un grupo numeroso de campesinos nos estaba esperando. Una licenciada había logrado nuestra libertad. Los campesinos se acercaban a nosotros, nos saludaban gustosos, sus rostros reflejaban alegría. Tres compañeros campesinos se alejaron un poco; intercambiaron algunas palabras; luego empezaron a pedir dinero entre sus compañeros, usando como recipiente las copas de sus sombreros.
Me dirigí a la licenciada para agradecer su intervención oportuna ante aquellos sucesos lamentables y difíciles. Me preguntó qué haría a partir de aquel momento. Le contesté que regresaría al Distrito Federal. Elpidio platicaba animadamente con algunos compañeros campesinos.
Los tres hombres se acercaron, para entregar a la licenciada el dinero que habían recolectado entre sus compañeros. Yo entendí que era algo así como... un pago simbólico por sus servicios. La licenciada trataba de hacerles entender que no era necesario que le dieran dinero. “No puedo, -les decía- no debo aceptar ese dinero”. Ellos insistían. Con un movimiento de cabeza le di a entender que aceptara aquel ofrecimiento. Ella comprendió.
Se trataba de una muestra de agradecimiento, de parte de los campesinos, por haber logrado nuestra excarcelación. Aceptó el dinero que le estaban ofreciendo. Varias lágrimas se desprendieron de sus ojos.
NACIMIENTO DE MI PRIMERA HIJA.
La herida de mi pierna tardó en cicatrizar y por lo mismo estuve inactivo durante un buen tiempo, en una casa, propiedad del Ingeniero Álvarez, ubicada en la colonia Paraíso del Distrito Federal. Allí permanecí mientras me recuperaba de la afectación física y mental, consecuencia de la herida y el encierro en el penal de Iguala.
El tiempo pasaba. Hubo un receso muy prolongado en mis actividades revolucionarias. Mientras tanto, trabaje con el Ingeniero Álvarez en obras de construcción. Agustín, Paz y yo éramos sus empleados de confianza. Trabajamos en la ampliación de las instalaciones de una empresa maquiladora, en Apizaco, Tlaxcala. Filemón, el contratista de la pintura en la constructora, me presentó a Delia, su cuñada, quien vivía en Hueyotlipan, Tlaxcala. Me relacioné con ella y decidimos vivir como pareja, sin condiciones ni ataduras de ningún tipo.
A principios de 1968 me fui a trabajar a una comunidad cercana a Zitácuaro, Michoacán. El Ingeniero Álvarez me había recomendado con el Señor Zepeda, dueño de la compañía constructora para la cual trabajábamos y dueño también del rancho donde yo trabajaría en la construcción de postes de concreto para la compañía “Luz y Fuerza del Centro”. Tal compromiso me alejaba aun más de las actividades revolucionarias; sin embargo, estuve al tanto de los acontecimientos del movimiento estudiantil y me enteré de los sucesos del 2 de octubre de 1968, gracias a la información de los medios, manipulada en unos casos, amordazada en otros.
Se terminó el contrato de la construcción de postes de concreto, pero yo seguí trabajando en el rancho debido a que el administrador, que siempre andaba borracho, había renunciado por motivos de “salud”.
Mi hija Alicia nació el 23 de junio de 1969. Delia se negó a trasladarse a la Ciudad de México para ser atendida en un hospital y prefirió dar a luz con el auxilio de una mujer aprendiz de partera. Afortunadamente el parto sobrevino sin complicación alguna.
Me trasladé a la Ciudad de México, de allí me fui a Jilotepec, estado de México, donde permanecí algún tiempo; luego, regresé y entré a trabajar a la tesorería del Distrito Federal, recomendado por la Señora Dávalos, a quien recuerdo con estimación y agradecimiento.
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Fueron tiempos difíciles para los integrantes del Grupo Popular Guerrillero, cuando estuvimos en el Distrito Federal en plan de entrenamiento. El Doctor Pablo Gómez llegó procedente del estado de Chihuahua para integrarse al grupo. La situación económica mejoró y fue entonces cuando se pudo rentar un local el cual se usó como cuartel general. Hicimos frente a problemas de todo tipo; como sucedió aquella ocasión en que el Profesor Rafael Martínez Valdivia y yo fuimos detenidos por agentes policíacos. Fuimos sometidos a breve pero intenso interrogatorio. El Profesor Martínez Valdivia, ante la amenaza de los policías de remitirnos a la delegación, respondió al interrogatorio diciendo que pertenecíamos a un grupo de maestros procedentes del estado de Chihuahua, que estábamos en el Distrito Federal para recibir unos cursos de capacitación profesional. “¿Éste también es profesor?” –preguntó un policía, dirigiéndose a mí-. “No, -contestó el profesor Martínez Valdivia- pero lo trajimos con nosotros para que conozca la ciudad”. Los policías exigieron que los lleváramos con los demás compañeros del grupo, para comprobar lo dicho por el profesor. Al no haber otra alternativa tuvimos que conducirlos al domicilio donde estábamos viviendo. El Doctor Gómez y el Profesor Gámiz corroboraron lo dicho por el Profesor Martínez Valdivia, los policías se fueron convencidos y nosotros nos salvamos de un problema que pudo haber sido de graves consecuencias.
El Profesor Arturo Gámiz me daba preferencia cuando se trataba de llevar a cabo acciones de cierto riesgo, pero me proporcionaba siempre la protección necesaria. Recuerdo aquella ocasión en que me comisionó para que hiciera una inspección en el área principal de una dependencia gubernamental; misión que cumplí a cabalidad, según palabras del propio Gámiz cuando le entregue el croquis del área inspeccionada. Algunas acciones expropiatorias, tendientes a mejorar la situación económica del grupo, no se llevaron a cabo por falta de potencia logística. Recuerdo también aquella ocasión en que el Profesor Gámiz planeó el asalto a un pequeño comercio. Me escogió a mí para que lo acompañara a realizar dicha acción. Gámiz eligió aquel lugar para llevar a cabo la expropiación porque, según dijo, él conocía a dueño. Comentó que era un hombre avaro y de muy mal carácter. Bueno, la acción era sencilla: Entramos al establecimiento. Yo llevaba el arma con la cual puse quieto al individuo para que Gámiz lo atara y amordazara. El hombre se sorprendió de tal manera que hasta soltó lo que traía en las manos. Gámiz me detuvo tomándome por el brazo derecho.
--¡Vámonos! –me dijo.
--¿Por qué?-pregunté sorprendido.
--¡Vámonos! -repitió Gámiz- pero ya!
Salimos del establecimiento y caminamos juntos casi una cuadra. Nos separamos. Seguí caminando y pasé frente a una patrulla que estaba haciendo alto en el semáforo. Yo aparentaba tranquilidad, me cercioré de que nadie me seguía y enfilé hacia el domicilio donde se encontraba el cuartel de nuestro grupo.
El Profesor Arturo Gámiz había planeado aquella acción sobre la base de que él sabía que el dueño del establecimiento, casi siempre estaba solo, pero desistió del asalto al percatarse de que en la trastienda estaban otras personas, cuya presencia hacia difícil llevar a cabo el acto expropiatorio.
A pesar de las carencias económicas y la falta de apoyo logístico, el grupo siguió adelante en el plan de entrenamiento. Nuestro cuartel se ubicaba en la colonia Morelos. Desde allí salíamos para caminar, como parte del entrenamiento, sobre la calzada Ignacio Zaragoza hasta llegar a una población llamada Santa Martha Acatitla. Seguíamos caminando hacia unos cerros, cercanos a la comunidad mencionada, donde se llevaban a cabo las prácticas, principalmente de tiro al blanco y de explosivos. Habiendo concluido el tiempo de entrenamiento, emprendimos el viaje hacia el estado de Chihuahua, rumbo al cuartel militar de Ciudad Madera.
EL COMANDO ARMADO DE LA A.C.N.R.
El tiempo transcurría en aparente calma. Yo seguía en contacto con algunos compañeros a quienes visitaba con frecuencia. El Doctor Trejo me buscó para invitarme a una reunión que habían organizado él y algunas de sus amistades. Se trataba de un brindis por el compañero Esteban, que había decidido dejar la soltería. Al parecer, aquel enlace matrimonial no era muy del agrado del compañero Trejo, pero nunca supe los motivos. Al terminar el festejo, el Doctor Trejo me dijo que estaba en contacto con un comando armado perteneciente a la A. C. N. R. y me invitó para presentarme con ellos. Acepté la invitación con entusiasmo. Aquella revelación del compañero Trejo significaba que la lucha seguía avanzando y toda persona comprometida con el movimiento siente la obligación de integrarse o, de alguna manera, participar o al menos colaborar con las actividades revolucionarias. Nos pusimos de acuerdo en fecha y hora para llevar a cabo el contacto con los integrantes del comando armado. El día esperado llegó y me dispuse a conocer a aquellos jóvenes que, pensaba yo, deberían ser compañeros muy experimentados en la lucha revolucionaria. El Doctor Trejo me puso al tanto de algunas cuestiones relacionadas con aquellos compañeros. “Es un grupo muy importante –me dijo cuando íbamos en camino- formado por compañeros muy preparados y dispuestos a todo. Para ser aceptado como miembro del grupo tienes que ser sometido a una prueba”. ¿En que consiste la prueba? –pregunté- ¿Qué debo hacer para ser aceptado? “Se te aplicará el suero de la verdad –contestó- pero no te preocupes, yo te voy a inyectar y estaré contigo todo el tiempo. Si a una persona como yo, -pensaba- no por ser yo, sino por venir de donde vengo se le somete a una prueba de tal magnitud, quiere decir que ésta es una agrupación muy importante.
Llegamos a un lugar donde esperaban cuatro miembros del comando. Nos recibieron de manera muy formal. La presentación fue seca breve, sin manifestaciones de ningún tipo. “Aquí las ordenes se cumplen; no se discuten –dijo, quien al parecer, era el jefe del grupo-, vas a obedecer lo que se te ordene y sin hacer preguntas. En este grupo, a los espías que han sido detectados se les ha ejecutado de inmediato”. “Acuéstate en esa cama –me ordenó “José” señalando, innecesariamente, la ubicación del mueble”.
“Miguel Ángel” y “Henry” observaban con curiosidad. El jefe le ordenó al doctor Trejo que procediera y éste se dispuso a preparar la inyección de PENTOTAL. Se me inyectó el barbitúrico llamado “suero de la verdad” y en segundos perdí la noción de todo cuanto me rodeaba.
La prueba fue superada, no cabía la menor duda, pues fui aceptado como miembro de aquel grupo, compuesto por jóvenes de buenas intenciones, honestos, para quienes la historia habrá de reservar el lugar que ellos merecen.
Me dijeron que me buscarían cuando fuera necesario. El Doctor Trejo y yo nos despedimos de ellos, para luego dirigirnos a mi domicilio a donde llegué todavía con algo de los efectos del enervante que me había sido aplicado. ¿Qué pasó? ¡Cuéntame! –le dije al doctor cuando estábamos ya en mi domicilio. “¡Ah! Bueno, -me contestó- fuiste sometido a un interrogatorio. ¡Te hicieron muchas preguntas, pero no te preocupes, tus respuestas fueron muy precisas! ¡Todo salió muy bien! Y... ¿Qué sigue? –pregunté-. “Bueno, -contestó- desconozco sus planes, pero, serán ellos quienes te indiquen lo que sigue”. ¿Mientras? –pregunté-. “Mientras tanto –me dijo- tú sigue igual, como si nada; ya llegará el momento en que tendrás que demostrar lo que eres y lo que sabes”.
Todo aquello que estaba sucediendo me parecía de gran importancia como para seguir “como si nada”. Sin embargo, acepté, sin réplica, los conceptos vertidos por el Doctor Trejo, aunque me parecía que no reflejaban la magnitud de los acontecimientos.
Siguiendo las instrucciones recibidas, continué con mis actividades cotidianas. Seguí yendo a trabajar, visitaba a los compañeros, a mis amistades y trataba de disfrutar al máximo la relación familiar, con mi compañera Delia y con mi hija Alicia, que había cumplido ya dos años de vida.
El jefe del comando armado, a quien le decían “El Profe” (Juan Ramírez Rodríguez), se comunicó conmigo para citarme en un punto de la ciudad a donde acudieron: él, “José” (Alfredo de la Rosa Olguín), “Miguel Ángel” (David Mendoza Gaytán) y “Henry” (Enrique Tellez Pacheco). Abordé el vehículo en que llegaron, nos retiramos del lugar y enfilamos con rumbo, para mí, desconocido. Me dijeron que nos dirigíamos a un lugar donde se llevaría a cabo una acción revolucionaria. Me dieron una breve explicación respecto a lo que íbamos a hacer. Entendí que se trataba de una expropiación, pero, no supe que era lo que se pretendía expropiar en un edificio donde, según dijeron, se encontraban las oficinas del Partido Revolucionario Institucional, del Distrito Federal.
Uno de los compañeros entró al edificio y se escondió en algún lugar mientras nosotros esperábamos a que llegara la hora de salida del personal que laboraba en aquel inmueble. Minutos después de la hora de salida el compañero nos abrió la puerta y entramos a la parte baja del edificio. Recibí la orden de acompañar a “Miguel Ángel” y obedecer sus indicaciones, ya que mi desconocimiento del lugar era absoluto. Estábamos en el estacionamiento, “Miguel Ángel” avanzaba, yo le seguía de cerca. Moviéndose rápidamente “Miguel Ángel” se escondió tras un vehículo, yo hice lo mismo. “¡Detuvieron a “José” –me dijo. ¿Quién? –pregunté-. “El velador –contestó- ¡Vámonos!”. “Miguel Ángel” corrió, yo lo seguí. Llegamos a un portón por donde pretendíamos salir, pero nos dimos cuenta de que estaba asegurado con cadena y candado. Disparamos varias veces hasta quebrar el candado, para luego salir a la calle y caminar con rapidez alejándonos lo más posible del lugar. ¿Y ahora qué? –pregunté- ¿Qué vamos a hacer? “Nada, -me contestó- vete a tu casa y espera; nosotros te buscaremos cuando sea necesario”.
Ya estando en mi domicilio, trataba de controlar mis nervios para no alarmar a mi compañera. Horas mas tarde decidí dormir, logrando conciliar el sueño ya casi de madrugada.
Serían las 7 de la mañana cuando alguien tocó a la puerta. Mi compañera fue a abrir y al hacerlo, entraron atropelladamente un grupo de seis o siete individuos. Delia quiso protestar pero uno de ellos la empujó violentamente, mientras los otros lograban detenerme, poniéndome las “esposas” con las manos a la espalda.
--¿Dónde está la fusca? –gritó quien, al parecer, era el jefe del grupo.
--¿Cuál fusca?
--¡No te hagas pendejo! ¿Dónde está la fusca?
Me quedé callado. Ellos registraban la casa aventando las cobijas, el colchón y todo cuanto estaba a su alcance. No tardaron mucho en encontrar el arma.
--¡Vámonos! –gritó el jefe- ¡Tráiganlo!
Me llevaban casi en vilo. Delia no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Mi niña Alicia lloraba atemorizada al no poder explicarse el porqué de aquellas actitudes tan violentas.
Me subieron a un vehículo particular, me vendaron los ojos y me tiraron al piso. Uno de los individuos, con el zapato, aplastaba mi cabeza. Así me trajeron durante un buen tiempo. Al parecer, fueron a detener a otro de los integrantes del comando armado. Perdí la noción del tiempo, no sabía si era de día o de noche; en aquellas condiciones supe lo que eran las famosas “posoleadas” (un tipo de tortura, muy común en aquellos tiempos). Me llevaron a un lugar que parecía ser una casa de seguridad de la corporación policíaca que me tenía cautivo. Siempre estuve con los ojos vendados. Me sacaban de la casa, me llevaban a donde, yo suponía, era el patio o un lugar cercano en donde había una pileta de concreto que parecía fosa séptica. Dos individuos me sostenían de los brazos y otro sumergía mi cabeza en el agua sucia, hedionda; me jalaba de los cabellos para sacarme del agua y cuando inhalaba desesperadamente me sumergía con rapidez, haciendo que me tragara la suciedad de aquel liquido viscoso. Es inenarrable lo que siente una persona, cuando está a punto de sobrevenir el estallamiento de vísceras por asfixia. Perdí la cuenta de las veces que me sumergieron en la pileta. Me quedé sin sentido, no supe por cuánto tiempo. Al volver en sí, alcance a escuchar, en parte, lo que decían los agentes policíacos.
--...hay que ablandarlo para que suelte todo, pero tengan cuidado, no se les vaya a pasar
la mano.
--¿Qué? ¡Ni madre! ¡A estos hijos de su pinche madre hay que matarlos! ¡No merecen
vivir!
--¡Cálmate! –decía un tercero- El teniente tiene razón. Ni modo. Tenemos que entregar-
los vivos al alto mando.
--¡Tráiganlo¡ -escuché otra vez la vos del que le decían “el teniente”- Vamos a ver que
tanto escupe éste cabrón.
Entre jalones, empujones y palabras ofensivas, me llevaron a la casa. Fue un tiempo de espera considerable que resultaba torturante al ignorar lo que a continuación seguía.
--Conque muy chingones ¿No? Cabrón; mira, me vas a decir todo lo que sabes o... ya
sabes. Bueno, dime: ¿cómo te llamas?
--Oscar Torres.
--¡Ah! Quieres jugarle al vivo ¿no? ¡Domínguez!
--Ordene, mi teniente.
--Éste cabrón no entiende. Hazte cargo.
--¡Con mucho gusto, Señor!
Me quitaron las “esposas”. Me empezaron a aventar de un lado para el otro. Parecía que eran tres individuos. Uno me aventaba y el otro me recibía con un golpe al abdomen. Sin poder respirar por el impacto, me iba de bruces hasta el piso. La tortura continuaba; los golpes al estómago, a la cara, a la cabeza impactaban con violencia y sin piedad por parte de los ejecutores. Eran golpeadores profesionales; sabían como pegar para no dejar marca alguna.
--Mira, -me decía el teniente- por tu bien, más te vale confesar. Ya tus compañeros
soltaron toda la sopa. Sabemos de donde vienes, donde haz andado; sabemos donde
trabajas, o trabajabas, y cómo entraste a la Tesorería; que fuiste recomendado por una tal
Emma, que también trabaja allí. Sabemos como y cuando llegaste a ese grupo que ustedes
llaman “comando armado” en fin, sabemos todo, pero tú tienes que “cantar” o ya sabes a
que le tiras. ¿Cómo la ves?
Analicé con rapidez lo que el hombre me decía. Decidí aceptar aquello y confesar, incluyendo haber sido recomendado por la Señora Emma, al fin y al cabo, -pensé- recomendar a una persona no es delito; de lo contrario, puede llegar el momento en que no aguante la tortura, que suelte la lengua y “eche de cabeza” a compañeros que me han dado protección y ayuda.
--Entonces ¿qué? Confiesas o ¡Confiesas!
--Sí.
--Sí, ¿Qué? Cabrón.
--Voy a decir todo.
--¡Ah! Bueno, así está mejor. A ver, dime: ¿Cómo te llamas?
--Florencio Lugo.
--Lugo ¿Qué?
--Lugo Hernández.
--¿De donde eres?
--Yo... soy del estado de Chihuahua.
--Bueno, mira: me interesa saber algo. ¿Tú estuviste en Guerrero?
--Sí.
--¿Con Genaro Vásquez?
--No.
--¿Cómo de que no?
--No. Estuve en Guerrero, pero no conocí a Genaro.
--¿Quieres otra “posoleada?
--No. No llegué a la sierra donde anda Genaro. Mire: yo soy de Chihuahua. Soy de la
gente de Arturo Gámiz. Participé en el asalto al cuartel de Ciudad Madera, el 23 de
Septiembre de 1965, yo...
--¡Ah! Qué interesante; pero yo quiero que me hables de Genaro Vásquez.
--Mi teniente, -dijo un individuo que acababa de llegar- lo llama el jefe, que es urgente.
--¿Quién?
--Obregón Lima.
--Voy. –Contestó-. Luego seguimos. –me dijo- Y se retiró del lugar.
Me quitaron la venda de los ojos, me sacaron de la casa y en un vehículo oficial me trasladaron hasta un edificio ubicado en el primer cuadro de la ciudad. En los separos de dicho edificio se encontraban ya los integrantes del grupo. Me llevaron a una celda desde donde no podía ver a los compañeros pero, por lo menos, pude saludarlos de palabra e intercambiar algunas opiniones. Me tranquilizó saber que estábamos todos vivos.
Dos agentes policíacos fueron por mí y me llevaron a otra área del edificio; era una estancia ocupada por un escritorio, dos sillas y un archivero, al parecer vacío.
--¡Aguas! “Cojo” a la vista. –dijo uno de los custodios.
--¡Enterado! –contestó el otro y se levantó rápidamente de la silla donde estaba sentado.
Hombre de mediana estatura, de complexión delgada, tez blanca; vestía traje azul, camisa blanca y zapatos negros. Caminaba con cierta dificultad. Venía acompañado por cuatro guardaespaldas; los custodios se cuadraron e hicieron el saludo reglamentario. El hombre jaló una silla y tomó asiento frente a mí. Se quedó mirándome, como queriendo aparentar compasión.
--¡Lugo! Muchacho, en qué problemas te metiste.
--Sí, pues.
--¿Sabes? Yo puedo ayudarte. ¡Voy a ayudarte! Nada más que necesito saber algunas
cosas que tú me puedes decir.
--No pues, no sé.
--Sí, sí sabes. Mira: nada más quiero que hablemos de Genaro Vásquez.
--Ya les dije que no sé nada de Genaro.
--Mira: tú estuviste en Iguala, sí o no.
--Sí, sí estuve.
--Estuviste involucrado en una bronca muy gruesa. Fuiste detenido junto con Elpidio y
otros.
--Sí, así fue.
--Bueno, pues tu compañero Elpidio confesó. Dijo todo. Es más, mira: yo tengo una foto
donde están tú y Genaro. Tú tienes un M1 en la mano y estás con el brazo en alto.
--No señor. Yo estoy diciendo la verdad. Ya dije hasta lo que no me preguntaron. ¿Qué
más quieren?
--¿Qué es lo que no te preguntaron?
--Que soy de Chihuahua y que participe el asalto al cuartel de Ciudad Madera.
Se quedó pensativo, mirándome a la cara; sorprendido tal vez, por lo que acababa de escuchar. En ese instante, entró otro individuo, quien lo saludó y le hablaba con mucha confianza, como si fueran del mismo rango. Luego le dijo algo casi en secreto y rápidamente se retiraron del lugar.
Me trasladaron a las oficinas del ministerio público; un funcionario de la dependencia dio lectura a un documento, el cual me hicieron firmar. También me llevaron al departamento de dactiloscopia. El encargado de dicho departamento estaba muy enojado. “Qué poca madre –decía- este cabrón era empleado del gobierno y le andaba tirando patadas al pesebre”.
“El Profe” “José” “Miguel Ángel” “Henry” yo, fuimos presentados a los medios de comunicación. Después, nos remitieron al penal de LECUMBERRI. En la crujía “H” permanecimos las 72 horas de ley. Hasta entonces pudimos estar ya todos juntos; allí supe que también había sido detenida la compañera “Lulú”. Luego nos trasladaron a la crujía “O” donde se encontraban recluidos los compañeros del M. A. R. (Movimiento de Acción Revolucionaria) quienes nos dieron la bienvenida como corresponde a dos grupos que habían intentado la redención del pueblo mexicano por la vía de la lucha armada. La convivencia con los compañeros del MAR era buena, aunque, como siempre y como en todo, había divergencia de opiniones, pero al final de cuentas, todos estábamos allí por la misma causa.
EL PALACIO NEGRO DE LECUMBERRI.
En la crujía “O” tuve tiempo de sobra para reflexionar; para pensar en los aciertos y errores cometidos; en los aciertos y errores de los grupos; en los aciertos y errores personales.
No volví a tener noticias de aquellos camaradas que me habían proporcionado protección y ayuda cuando recién llegué al Distrito Federal, a quienes yo consideraba compañeros de causa. Años después pude comprobar que me habían juzgado sin darme la oportunidad de aclarar hechos.
En la cárcel conocí a personas de calidad humana incomparable. Recuerdo con afecto y agradecimiento a Don Felipe Villanueva Veles, a Bertha Vega Fuentes, a Gladys Guadalupe López Hernández, entre otras, a quienes mencionaré oportunamente.
Don Felipe Villanueva, fue a la cárcel sin tener familiares detenidos; su deseo era proporcionar ayuda a quién o quienes la necesitaran. Un compañero le informó que, hasta entonces, yo no había recibido visita familiar. Don Felipe me buscó, me hizo saber su propósito y así, sin más, dio inicio una amistad que rebasó a los límites de familiaridad.
Don Felipe buscó, encontró y rescató a mi hija Alicia de la casa donde había sido encargada o, más bien, abandonada por su madre. También localizó a Delia y la convenció de que no corría ningún riesgo si regresaba al Distrito federal. Mi hija Alicia se reencontró con su madre; sin embargo, siguió bajo el cuidado de la Señora Aurora Veles, madre del compañero Felipe. Delia estuvo yendo al penal a visitarme, pero me di cuenta de que lo hacia más por compromiso que por voluntad. Un día se fue para ya no regresar.
El día 4 de diciembre de 1971, recibimos la fatal noticia de la muerte del compañero Pablo Alvarado Barrera; asesinato perpetrado por las autoridades y ejecutado en el polígono del Palacio Negro de Lecumberri.
A Lecumberri nos llegó la noticia (en la versión oficial) de la muerte del compañero Genaro Vásquez Rojas. Algunos medios de comunicación desinformaron a la opinión pública, dando a conocer hechos y versiones que dañaban la imagen del guerrillero guerrerense.
En aquellas fechas habían “brincado” a la palestra grupos armados como el CAP (Comandos Armados del Pueblo), el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), el GPGAG (Grupo Popular Guerrillero Arturo Gámiz), el M23S (Movimiento 23 de Septiembre), el FUZ (Frente Urbano Zapatista) La LCA (Liga de Comunistas Armados), la LC23S (liga Comunista 23 de Septiembre), etc.
A la crujía “O” llegaba información respecto a la ejecución de acciones revolucionarias, como el secuestro del avión de Mexicana de Aviación, que se llevó a cabo en el aeropuerto de la Ciudad de Monterrey, por el cual se negoció la liberación de 7 guerrilleros(as). También supimos del intento de secuestro y ejecución del industrial regiomontano Eugenio Garza Sada.
También nos llegó la noticia del secuestro del avión, en Guadalajara, donde se encontraba el cónsul de E. U., George Terrance Leonhardy, en el que se negoció la liberación de un grupo importante de presos políticos, por lo que el gobierno recibió una lista con los nombres de 30 guerrilleros, presos en diferentes cárceles del país. Días después, cuando los guerrilleros liberados ya se encontraban en Cuba, Alejandro López Murillo (MAR) me dijo que yo estaba en la lista para ser liberado pero que me eliminaron para, en mi lugar, pedir la excarcelación de otro preso político.
Las actividades revolucionarias del Profesor Lucio Cabañas Barrientos, en la sierra guerrerense, alcanzaban dimensiones importantes en el acontecer nacional.
Las acciones contra-revolucionarias ordenadas por el gobierno federal se intensificaron. Se desató una represión feroz contra todo movimiento de izquierda y sobre todo, contra los grupos armados que estaban llevando al movimiento revolucionario a niveles importantes, logrando desestabilizar las estructuras de los sectores empresarial, político y gubernamental.
LA SENTENCIA.
La crujía “O” era un confín de máxima seguridad anexado a Lecumberri, para la reclusión de presos políticos y reos de alta peligrosidad. Contaba con dos secciones, cada cual con su planta alta y su planta baja. Los presos políticos ocupábamos la sección oriente.
La terapia ocupacional era el mejor antídoto para prevenir el “carcelazo” es decir: la tristeza, la depresión, la exaltación de sentimientos, etc. Se hacían trabajos artesanales, artísticos, culturales; practicábamos deportes y artes marciales. A mis manos llegó bibliografía yóguica. Juanito, Paco, Ramón y yo practicábamos el yoga. A través de los ejercicios físicos, la concentración y la meditación, logramos una estabilidad emocional que nos ayudaba a contrarrestar los efectos nocivos del encierro. Al ver que se podían lograr beneficios importantes, físicos y mentales, a través de la práctica yóguica, reflexioné respecto a la posibilidad de escribir un libro sobre yoga; por lo tanto, me di a la tarea de recabar todo lo necesario para la realización de mi proyecto; logrando, después de un gran esfuerzo, la publicación del libro: Salud y Belleza a Través del Yoga.
Juan Chávez de la Rocha, Francisco Javier Pizarro, otros compañeros y yo, nos reuníamos con frecuencia para comentar las experiencias adquiridas a través de la lucha. Ellos me sugirieron que escribiera mis vivencias en la sierra chihuahuense y desde luego, los acontecimientos de aquella madrugada del 23 de Septiembre de 1965. El Compañero Pedro Marín Zarate se encargó de mecanografiar aquel trabajo que titulamos: EL ASALTO AL CUARTEL DE MADERA, testimonio de un sobreviviente.
Por comentarios de compañeros del MAR, me había enterado de que Bertha Vega Fuentes, originaria del municipio de Ignacio Zaragoza, Chihuahua, se encontraba recluida en la cárcel de mujeres. Bertha salió del reclusorio femenil habiendo logrado su libertad, ejercitando apelación sobre un beneficio preliberacional al que tenía derecho. La conocí cuando fue a la crujía “O” a visitar a sus compañeros de grupo. Su sentimiento altruista se manifestó de inmediato, al ofrecer ayuda a quienes carecíamos del apoyo familiar, por estar de por medio la distancia. La publicación del libro Salud y Belleza a Través del Yoga, se logró gracias a la voluntad y esfuerzo de la compañera, lo cual fue para mí un hecho estimulativo muy importante en mi capacitación.
Por medio de cartas me puse en contacto con mi familia. Mi hermana Socorro y su esposo Alfredo se trasladaron al Distrito Federal. Por primera vez tuve el gusto de recibir visita familiar. Tiempo después, me visitaron mi madre Celestina y mi hermana Maria Elena; posteriormente lo hizo Manuela, la mayor de mis hermanas. Así, pude disfrutar de su presencia y obtener noticias del resto de la familia.
En mi celda, sentado en el camastro de concreto, en mis manos un libro sin abrir, esperaba que llegara la hora de pasar al comedor a tomar los alimentos que, en aquella ocasión, habían sido preparados por tres de mis compañeros de grupo.
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A mi memoria llegó el recuerdo de aquel día, cuando el Profesor Arturo Gámiz decidió que yo bajara de la sierra y me trasladara a la Ciudad de Chihuahua, para pedir a los compañeros de la red urbana que nos abastecieran de parque, ropa, calzado, etc., y a recabar información respecto a la repercusión de las acciones de nuestro grupo, recién realizadas en la sierra. Llegué a la Ciudad de Chihuahua y estuve unos días escondido en casa de una joven a quien yo conocía como “Lupita” y que, en aquel tiempo, era militante muy activa de la red urbana. Allí me entreviste con varios compañeros de la red, entre ellos Oscar Gonzáles quien me informó que, por lo pronto, no regresaría a la sierra porque el compañero Gámiz había decidido bajar al resto del grupo; la finalidad era hacer una selección de cuadros de la red urbana, proporcionarles entrenamiento político-militar para luego ingresarlos al Grupo Popular Guerrillero. Con la autorización del Profesor Arturo Gámiz me fui a Nuevo Casas Grandes a pasar unos días con mi familia. Después, me trasladé a Ciudad Delicias donde permanecí algunos días en casa de la familia Fernández Adame, a quienes recuerdo con mucho afecto y agradezco la hospitalidad que me brindaron.
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Un compañero interrumpió mis recuerdos para decirme que estaban solicitando mi presencia en la reja.
Se me informó que estaba siendo requerido por las autoridades del penal. Fui trasladado al área de juzgados donde me notificaron que había sido dictada mi sentencia. Cinco años seis meses de prisión. ¿Coraje? ¿Tristeza? ¿Alegría? No recuerdo que fue lo que sentí cuando me dieron la noticia, pero, al menos supe que existía la posibilidad de, algún día, poder decir adiós a aquellos sitios impregnados de ignominia; para sentir la vida y respirar la libertad..., entendida como el valor social más grande de todo ser humano.
Posteriormente fui trasladado al penal de Santa Martha Acatitla, conocido como “La Grande” por la población interna del Palacio Negro de Lecumberri. En Santa Martha permanecí el tiempo que me faltaba para cumplir la sentencia siendo este de, aproximadamente, un año seis meses.
Con un grupo de reos del orden común fui trasladado a “la grande” para purgar mi sentencia. En el dormitorio 2 compartí la celda con individuos de muy mala calaña. También hice amistad con gente buena como Don José Rendón, hombre de edad avanzada, que había sido procesado por disparar contra un ladrón quien, acompañado de otros delincuentes, intentaba robar en la casa de Don Pepe.
Durante un mes estuve haciendo “fajina” (limpieza general obligatoria para todo reo de nuevo ingreso) el resto del tiempo lo dediqué a actividades diversas; dando, en todo momento, prioridad al estudio.
Pasaron días, semanas, meses, hasta llegar a la fecha en que se cumplieron los cinco años seis meses de mi sentencia. Esperaba ansioso el momento en que me llamaran para dejarme en libertad. Tres días después yo seguía preso. El compañero Felipe reclamó por la tardanza, logrando que las autoridades enmendaran la falla burocrática.
Dos custodios me condujeron a la oficina donde me fue entregada la boleta de libertad. Un funcionario del penal me dijo: “Estas libre; puedes irte”.
La puerta del penal cerró a mi espalda. Volví a sentir aquella sensación de irrealidad que
en ocasión anterior había experimentado. Al avanzar, un viento leve resbaló en mi rostro. Buscaba a alguien, sin saber a quien. Esperaba que alguien me dijera: “¡Ya estas libre! ¡Vamos! ¡La lucha sigue!”
Caminé hasta llegar a un lugar conocido como “paradero”, área de ascenso y descenso de pasaje, de las unidades de transporte urbano. Me dirigí al centro histórico de la ciudad. En el zócalo abordé el “metro” para trasladarme a la colonia Algarín y llegar a la calle Toribio Medina, número 116, domicilio de la Señora Aurora, madre del compañero Felipe. Doña Aurora se había hecho cargo del cuidado y la educación de mi hija Alicia, quien estaba por cumplir 8 años y 6 meses de edad.
El dinero que recibía por concepto de regalías del libro de yoga, me ayudaba a cubrir los gastos más elementales; sin embargo, necesitaba conseguir un trabajo para poder sostenerme en el Distrito Federal. La Señora Georgina Greco, gerente general de editorial V Siglos, trató de ayudarme dándome empleo como vendedor de libros. Fracasé vendiendo libros. Unas cuantas semanas bastaron para convencerme. Decidí buscar un trabajo diferente. Al no encontrar ocupación, opté por trasladarme al estado de Sonora. La idea era reunirme con la familia y a la vez buscar alternativas de subsistencia. En Agua Prieta radicaban mis hermanas Socorro y Maria Elena con sus respectivas familias. Posteriormente llegarían, procedentes de Nuevo Casas Grandes, Mi madre Celestina y mis hermanos Rodolfo y Manuela. Encontrarme de nuevo en el seno Familiar era, para todos, emocionalmente, muy gratificante.
UNA NUEVA FAMILIA.
Los días pasaban, las emociones descendían a su nivel natural y las actividades cotidianas volvían a la normalidad. Yo... me sentía indeciso respecto a qué hacer o qué rumbo darle a mi vida. Decidí quedarme temporalmente en Agua Prieta. Busqué trabajo y conseguí emplearme como instructor de yoga en un gimnasio de la localidad. Conocí a Blanca Esthela Robles cuando fue a inscribirse como alumna para la práctica yóguica; con ella inicié una relación sentimental que terminó en matrimonio.
En una ciudad como Agua Prieta, eran muy pocas las personas que podían interesarse en prácticas esotéricas; por lo tanto, el auge de la instrucción yóguica llegó a un nivel aceptable, para luego disminuir, limitando la posibilidad de ser una ocupación rentable. Nuevamente busqué y encontré trabajo en una empresa maquiladora. El puesto de obrero que ocupé en aquella empresa, me daba la oportunidad de convivir con personas de mi condición social, a quienes orientaba respecto a sus derechos laborales.
Blanca Esthela y yo procreamos cuatro niñas: Blanca Esthela, Blanca Edith, Iveth y Janneth. A Blanca Esthela, la niña, le fue detectada una enfermedad cardiovascular, cuando apenas contaba con cuatro meses de edad. Los médicos del Instituto Mexicano del Seguro Social, de Agua Prieta y de Hermosillo, Son., se declararon incompetentes y ordenaron su traslado al Centro Médico de Occidente de la Ciudad de Guadalajara, Jalisco. El padecimiento cardiovascular ameritaba una intervención quirúrgica de alto riesgo; por lo tanto, la operación no se podía llevar a cabo hasta que la niña superara los tres años de edad. Fueron muchos los viajes a Guadalajara para asistir a las citas médicas.
Los viáticos proporcionados por el Instituto Mexicano del Seguro Social, eran insuficientes para solventar los gastos generados por pasajes y estancia en la urbe mencionada.
VÍCTIMA DE LA DELINCUENCIA.
Agobiado por las limitaciones económicas, decidí trasladarme al Distrito Federal; la intención era hacer contacto con los compañeros que, años antes, me habían proporcionado protección y ayuda. Llegué a la Ciudad de México. En el zócalo capitalino abordé el “metro” para dirigirme a la colonia Algarín. Descendí del transporte colectivo y caminé hacia el domicilio del compañero Felipe Villanueva. Me faltaba media cuadra para llegar al numero 116 de la calle Toribio Medina, cuando me detuvieron dos individuos, vestidos de civil, que dijeron ser policías. Me subieron a un automóvil; el conductor avanzaba por calles y avenidas mientras el otro individuo me registraba de pies a cabeza. Me quitaron el poco dinero que llevaba, me dejaron en un barrio que yo desconocía y sin un centavo para abordar un transporte y regresar. Caminé sin rumbo, con la esperanza de llegar a algún lugar, desde donde pudiera orientarme para continuar hacia el domicilio al que me dirigía, cuando me sorprendieron los delincuentes. No sabía cuanto tiempo llevaba caminando; a la distancia miraba un conjunto habitacional, que se me hacia conocido. Seguí avanzando hasta llegar al pie de uno de los edificios, que ya había reconocido porque era, precisamente allí, donde vivía el ingeniero Álvarez. Toqué a la puerta, el Ingeniero abrió y me invitó a pasar. Aquel encuentro, en el momento inesperado, no generó manifestación alguna. El Ingeniero se encontraba solo.
--¿Quieres algo de tomar? –me dijo- ¿Café? ¿Refresco?
--Necesito un trago de licor, -contesté- traigo la boca seca.
Le comenté que había sido victima de un atraco por un par de malvivientes y también le hice saber los motivos por los cuales me encontraba en la ciudad capital.
--¿Viste al Doctor?
--¿Villegas?
--¡Ajá!
--No.
--¿A Trejo?
--No; tampoco. Cuando caí a la cárcel perdí todo contacto. No volví a saber de ustedes,
hasta hoy que, por mera casualidad, estoy aquí con usted.
--Bueno... La culpa fue tuya.
--¿Por qué, Ingeniero? ¿De qué tuve yo la culpa?
--Hablaste más de la cuenta. La Señora Emma se vio en serios problemas porque la
mencionaste cuando te detuvieron.
--¡Ah! Bueno; déjeme que le explique, Ingeniero. Lo que pasó fue que, para ser
aceptado en el grupo de los compañeros con quienes caí a la cárcel, tuve que someterme a
la prueba del suero de la verdad. Acepté hacerlo porque el Doctor Trejo me dijo que se
trataba de gente muy preparada, de convicción revolucionaria y valor a toda prueba.
Pregunte usted al Doctor Trejo, Ingeniero, él fue quien me aplicó la inyección de
PENTOTAL. Lo que quiero decir, Ingeniero, es que, cuando fui detenido, los agentes de la
Dirección Federal ya sabían mucho de lo que yo contesté en el interrogatorio que me
hicieron los compañeros del comando armado.
Con expresión dubitativa, mirando fijamente al borde dorado de la taza, tal vez tratando de asimilar lo que escuchaba, el Ingeniero permanecía en silencio, sin aceptar ni rechazar la explicación que yo le estaba dando de los sucesos en cuestión.
--¿De qué agrupación dices que eran los agentes que te detuvieron?
--De la Dirección Federal de Seguridad o del Servicio Secreto. No estoy seguro. ¿Me
entendió Ingeniero? Tuve que aceptar algunas cosas para no confesar otras mucho más
importantes y de más riesgo. De usted, de Villegas y de Trejo, no dije absolutamente nada.
Con la ayuda económica que me proporcionó el Ingeniero Álvarez regresé a Guadalajara; habiéndome comprometido a regresar al Distrito Federal para, con trabajo, corresponder a dicha ayuda.
En el Centro Medico de Guadalajara se programaba la operación a que sería sometida la niña Blanca Esthela. Nos dieron la fecha de la cita, en la que se llevaría a cabo la intervención quirúrgica.
Una vez más, decidí trasladarme al Distrito Federal, pero en ésta ocasión, llevaba conmigo a mi mujer y a mi hija.
ENCUENTRO INESPERADO.
La familia Villanueva Vélez no se encontraba en su domicilio, por lo mismo, tuvimos que pasar la noche bajo la escalera de concreto, que daba acceso al edificio de apartamentos, propiedad de la Señora Aurora Vélez.
Al día siguiente, visiblemente inquieto, sin saber que hacer o hacia dónde dirigirme, en un impulso inexplicable opté por trasladarme, con mi mujer y mi hija, al zoológico de Chapultepec. Allí, por azares de la vida, se dio otro encuentro fortuito, pero, entonces fue con el Doctor Villegas. Mi estado de ánimo cambió radicalmente. Hacía más de diez años que habíamos perdido el contacto por lo que su presencia, en aquel momento, era para mí, motivo de alegría, pero también me daba la oportunidad de aclarar el malentendido que pesaba sobre mi persona; sin embargo, en aquel momento era más importante comentar con él las dificultades por las que estaba atravesando. El joven medico me escuchó con atención y ofreció ayudarme en lo que fuera necesario. De allí, nos llevó al departamento de una pareja de amigos suyos. Después, nos llevó a un hotel donde permaneceríamos mientras él encontraba un lugar donde pudiéramos alojarnos durante nuestra estancia en el Distrito Federal. Dos días después, el Doctor Villegas hizo acto de presencia ante nosotros y me dijo que nos llevaría con Gladys Guadalupe López, quien ya nos esperaba en una estación del “metro”. Fue así como llegamos y conocimos a la familia de Gladys, donde fuimos recibidos de manera muy afectiva, sin reservas ni condiciones y con quienes convivimos durante el tiempo que permanecimos en la ciudad capital. Mi eterno agradecimiento a la familia López Hernández.
La fecha de la cita en el Centro Medico de Occidente, para internar nuevamente a mi pequeña, estaba ya muy cercana, motivo por el cual fue necesario regresar a la Ciudad de Guadalajara.
La intervención quirúrgica se llevó a cabo un día lunes, con resultados aparentemente favorables, pero, desgraciadamente la niña falleció cuatro días después.
REFLEXIONES.
Con el paso del tiempo fui perdiendo contacto con todas aquellas personas con quienes, de una u otra manera, me había relacionado en el acontecer del movimiento revolucionario. En Agua Prieta, Sonora, me dedicaba de tiempo completo, a actividades comunes y quehaceres cotidianos. Con la experiencia adquirida a través de mi participación en acciones revolucionarias y conociendo, en gran medida, los resultados visibles de la lucha armada, llegué a advertir el fracaso inminente del movimiento socialista en México.
Tiempo después, luego de algunos acontecimientos en el mundo, contrarios a los intereses políticos del proletariado, sobrevino la caída del sistema socialista, dejando el camino libre al imperialismo norteamericano en el avance de las acciones y/o actividades tendientes a consolidar su poderío económico, político, militar, etc., con la intención de apoderarse de todo cuanto se pueda considerar generador de riqueza, localizable sobre la faz de la tierra, aplastando sin consideración alguna, los derechos de todo ser humano a vivir una vida digna, de bienestar y tranquilidad social.
La ambición desmedida de los poderosos está conduciendo a la humanidad hacia un futuro incierto, antecesor a un final catastrófico a consecuencia de la voracidad por el poder económico-político y, lamentablemente, en la actualidad el movimiento revolucionario se percibe débil, sin figura, y los directamente afectados, que somos la inmensa mayoría, no advertimos la debacle hacia donde nos conduce la fuerza devastadora del sistema capitalista.
Reiniciar el movimiento de izquierda revolucionaria, es una necesidad imperiosa del proletariado mundial. Es apremiante el impulso a una izquierda sin fronteras, que actúe inteligentemente para dar la gran batalla, hasta lograr el cambio real y definitivo en el sistema económico-político que pretende el dominio total de la humanidad.
Agua Prieta, Sonora, México. A 1ro. de julio del año 2004.
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Dr. Pablo Gómez Ramírez Profr. Arturo Gámiz Garcia
Documento leído el 23 de septiembre del año 2003 en el Teatro de la Ciudad, en la Ciudad de Chihuahua, en la presentación del libro Las Armas del Alba del escritor Carlos Montemayor.
Primeramente, quiero felicitar al Señor Carlos Montemayor, por la presentación de su libro, que es una gran obra político-literaria, basada en testimonios de militantes cuya participación en los inicios de la lucha armada en México, fue determinante en el avance del movimiento revolucionario, el cual, en la actualidad es considerado como parte importante de la historia real de los mexicanos. ¡En hora buena, Señor!
También quiero aprovechar éste momento para dirigirme a ustedes y decirles que viene a mi memoria el recuerdo de mis compañeros de lucha, de aquellos jóvenes honestos, que ofrendaron su vida la madrugada del 23 de septiembre de 1965, en aras de la justicia y el bienestar de los mexicanos; en una lucha claramente desigual, totalmente en desventaja, contra un ejercito compuesto en su mayoría, por obreros y campesinos, desgraciadamente al servicio de los poderosos. Mis compañeros, jóvenes revolucionarios dispuestos a todo, con una sed incomparable de justicia social, con un deseo inquebrantable de redención del pueblo mexicano, decidieron enfrentarse, no precisamente a ese ejercito de hombres que también pertenecen a la clase baja, sino a los gigantes del poder, que son los verdaderos culpables de la desdicha de millones y millones de mexicanos marginados y condenados a vivir en la pobreza extrema.
Quiero dirigirme a ustedes, a las nuevas generaciones, para decirles que a 38 años de distancia de aquellos hechos que marcaron el inicio de la lucha armada en México, las condiciones de vida de la gente en cualquier parte del mundo, siguen empeorando, porque, de entonces a la fecha, ha habido cambios enormes, pero a favor de los poderosos, como fue la caída del sistema socialista, por lo que, el imperialismo avanza a pasos agigantados hacia el control absoluto sobre la humanidad; sus acciones o actividades tendientes a consolidar su poderío económico, político, religioso, militar, etc., aplastan inmisericordemente los derechos de todo ser humano a vivir una vida digna, de bienestar y tranquilidad social. La globalización es una de las actividades tendientes a alcanzar el dominio total de todo cuanto existe sobre la faz de la tierra; pero hay algo peor aun, esa ambición desmedida de los poderosos nos está conduciendo peligrosamente a un final catastrófico a consecuencia del terrible daño que le están causando a los ecosistemas, todo por la ambición de riqueza y de poder, porque todo lo tienen, pero carecen de lo más elemental que es conciencia humanitaria.
Por todo lo dicho y por mucho más, compañeros, necesitamos hacer resurgir la izquierda, una izquierda revolucionaria auténtica, que participe, que actúe con inteligencia, que emprenda acciones importantes tendientes a frenar el avance imperialista que a través de su enorme poderío nos está conduciendo hacia el nivel más bajo de la condición humana.
¡Por una izquierda revolucionaria auténtica!
¡Adelante compañeros!


Álvaro Ríos Ramírez, Carlos Montemayor, Francisco Ornelas, José Juan Fernández Adame, Raúl f. Lugo, Ramón Mendoza y Salvador Gaytan Aguirre
Documento leído en el 1V Encuentro Nacional de Ex militantes del Movimiento Armado Socialista en México, el 25 de abril del año 2004, en un recinto del hotel Villa Primavera de Zapopan, Jalisco.
Quiero dirigirme a ustedes, compañeros, para manifestar mi descontento y mi repudio, que también es el de muchos mexicanos, por la descomposición social que nos agobia y que ha sido, desde siempre, provocada y tolerada por los gobernantes.
Por la podredumbre y la desvergüenza que se percibe como practica común en las actividades de funcionarios de cualquier filiación política.
Por la ambición desmedida de los poderosos que, con acciones y actividades de todo tipo, pretenden aumentar y consolidar su poder económico, lo cual, repercute indiscutiblemente en las paupérrimas condiciones de vida de la gran mayoría de los habitantes de nuestro país.
Por la manipulación de la enseñanza preconcebida a conveniencia del sistema capitalista, estructurada no para educar sino para enajenar a los jóvenes estudiantes, reduciendo la defensa implícita de su coeficiente intelectual, para exponerlos a vicios, delincuencia y desviaciones de carácter social.
Por la complicidad de gobernantes y empresarios poderosos, dueños de algunos medios de comunicación, que se valen del lavado de cerebro a través de actividades y programas, para contribuir a la consecución del dominio y/o control masivo de la gente, en beneficio de sus muy particulares intereses políticos y económicos.
Porque las condiciones de vida de los desprotegidos, en cualquier parte del mundo, siguen empeorando debido a que los grandes cambios socio-políticos, generados por el enfrentamiento entre potencias, desgraciadamente favorecieron al sistema capitalista y por lo mismo, el imperialismo avanza a pasos agigantados hacia el control absoluto de todo lo que signifique poder y riqueza localizable sobre la faz de la tierra.
Porque la ambición sin limite de los poderosos está conduciendo a la humanidad hacia un futuro incierto, antecesor a un final catastrófico a consecuencia de su voracidad por el poder económico-político.
Por los conceptos expuestos y por mucho más, compañeros, considero necesario reiniciar la lucha de clases, organizada y dirigida por una izquierda revolucionaria que actúe inteligentemente para dar la gran batalla hasta lograr un cambio real y definitivo del sistema económico- político que rige a la humanidad.
¡Por una izquierda revolucionaria auténtica!
¡Hasta vencer o morir!
Documento leído el 23 de Septiembre del año 2004, en el Ejido Arturo Gámiz, municipio de Madera, Chihuahua.
En esta ocasión, compañeros, quiero pensar que con la participación de todos, quienes aquí nos encontramos, estamos poniendo la primera piedra para construir la nueva organización de izquierda revolucionaria autentica, que tanta falta está haciendo en México y en el mundo, para que luchemos, no con las armas en la mano, y mucho menos con acciones terroristas porque ese tipo de lucha solo pueden llevarla a cabo quienes ostentan el poder económico-político de las grandes potencias, contra países enemigos, por ambición de poder y riqueza, sino a través de una organización fuerte, poderosa, capaz de aglutinar multitudes, de traspasar fronteras; que se internacionalice y logre reavivar la llama del marxismo en cualquier parte de la tierra; para que logremos despertar las conciencias que han sido adormecidas o enajenadas por la influencia generada por la mercadotecnia, que conduce hacia un mundo de ilusiones, de fantasías y sueños inalcanzables; para que unidos todos logremos romper las cadenas publicitarias que atan y esclavizan la mente humana, convirtiéndonos en consumidores compulsivos, base fundamental de la sociedad capitalista; para que juntos logremos ubicarnos, que podamos conocer la realidad y emprendamos el camino hacia la libertad. Los habitantes más necesitados de los pueblos de México y del mundo triunfaremos porque nos asiste la razón, porque la desigualdad social ya corroe las estructuras férreas del imperialismo, la autodestrucción del sistema capitalista será una realidad a no muy largo plazo, pero en su caída arrastrará a la humanidad entera, si los proletarios del mundo no prevemos las consecuencias y actuamos ahora que aun estamos a tiempo, para derrocar el actual orden social mercantilista basado en la explotación del hombre por el hombre y a través del comercio en todas sus modalidades. El triunfo de la clase proletaria será una realidad, porque estriba en que los poderosos son relativamente pocos, mientras que los más necesitados somos la inmensa mayoría.
¡Por una izquierda revolucionaria autentica!
¡Adelante compañeros!
Este es un relato que parece increíble, el lector se sorprenderá al conocer la vida que en sus páginas transcurre; el autor hace un viaje del cuartel militar de ciudad Madera Chihuahua hasta la prisión de Lecumberri.
Esta ruta de su vida, inicia de una manera fortuita, casual en la que el joven Florencio, ignora hacia donde lo llevaba. Durante el breve transcurso de dos años se producen los más importantes acontecimientos de su existencia sencilla que se ve alterada o reorientada hacia un destino imprevisto: participa de la lucha agraria, conoce de la represión a los campesinos, se incorpora al grupo armado que comandan Arturo Gámiz y Pablo Gómez. Padece, disfruta y aprende en la dura vida de guerrillero. Acude a la ciudad de México para recibir instrucción militar y educación política. Conoce los riesgos de la vida en clandestinidad.
Participa en los acontecimientos del cuartel militar en ciudad Madera Chihuahua. Para entonces está identificado con sus compañeros y amigos cuyas imágenes lo han de acompañar para siempre: Gámiz, Gómez, Salomón Gaytán, Miguel Quiñones y otros que fallecieron o aquellos tres: Francisco Ornelas Gómez Ramón Mendoza y Matías Fernández que sobrevivieron del acontecimiento y que no volvería a encontrar hasta 38 años después en la ciudad de Chihuahua.
Al leer este libro también tendremos una visión de un tiempo preciso y una época convulsa que vivió la entidad y el ambiente que produjo la violencia involucrando a todos los grupos, clases y sectores de la sociedad.
José Luis Aguayo Álvarez
Chihuahua, Chihuahua.
Primer día de enero del año 2005.
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